lunes, 1 de marzo de 2010

Había en mi pueblo una plaza

Había en mi pueblo una plaza.
Una plaza que sorprendía al viajero errante que se encontraba con ella de repente, que parecía esperar escondida, agazapada para recibir a los visitantes entre sus jardines, una plaza extraña entre sus vecinas por su abundancia de sombra y recogimiento, hermosa y bella.
Tenía la plaza unos soportales que la guardaban, un empedrado que
pisaron nuestros abuelos, y los suyos, una iglesia con una fachada desconocida en su magnitud para sus visitantes, que se enseñorea sobresaliendo entre la línea del cielo para vigilar los campos de tierra y los de nubes.
Hubo siempre en una esquina un kiosco. Antes se ofrecían revistas del corazón y después folletos turísticos, que son dos formas diferentes de engaño.
Había un río de guijarros y en cada guijarro una historia, una voz del pasado, la de los que los pisaron durante tantos años y dejaron allí restos de sus vidas, testimonios de la historia de nuestro pueblo.
Ahora, de todo eso, ya no queda casi nada, poco más que el recuerdo de lo que fuera.
Ahora hay un vacío, una pura desolación, el fruto de una mala inversión del maná que el Plan E ha dejado caer sobre el desierto de imaginación e interés que es nuestro ayuntamiento.
Una devastación firmada por los que lucen en su currículum, como medallas de guerra, la lista de edificios que han ayudado a destruir, matando a cada firma un momento de la historia de Manzanares. Inciden ahora, como justificación no solicitada, tal vez para descanso de sus conciencias, en que aquello que han destruido fue construido después de la guerra, en que era obra de lo que vino después.
En la plaza hubo hace mucho tiempo un monumento a los muertos de un bando en la guerra civil, una triste losa de mármol que es su día veneraron los que ahora abominan de él, un recuerdo de lo que nunca debió suceder. Al monolito se lo llevó una pala conducida por los nuevos aires, por la implacable goma de borrar de la democracia, la que cree, equivocada, que arrancando los síntomas erradica la enfermedad.
El monumento desapareció y con él el recuerdo de crímenes pasados, pero quedó el jardín que lo circundaba, un conjunto de parterres y vegetación, sin símbolos olvidables, sin más función que la de ofrecer sombra y descanso, que la de embellecer el entorno de su enclave. Ahora tampoco está el jardín.
La historia no la componen sólo las gestas heroicas y las batallas vencidas a terribles enemigos. La ignominia, la opresión, la crueldad o la tristeza también son patrimonio histórico, también hay que conocerlas, hay que recordarlas. Es falso que la eliminación de los restos del pasado conduzca a la compensación de este. Por mucho que se oculten las pruebas de un crimen, este no desaparece.
Exhiben los que han destruido la plaza la necesidad de devolverle su aspecto original, convencidos de que una mentira repetida acaba por convertirse en verdad.
La historia es mezcla de épocas, de estilos, es amalgamamiento y superposición. Nadie sabe cual fue el primer aspecto que ofreció nuestra plaza, nadie podría, aunque quisiera, aunque realmente fuera necesario, restaurar lo que el paso de los años ha mutado y transformado dándole una nueva forma y entidad.
Sean cuales sean los argumentos y los motivos que han llevado a la modificación de la plaza, ahora sólo quedan los resultados.
Ahora sólo hay desolación y tristeza, un erial sin belleza, sin sentido, una ruptura brusca con el pasado que no sólo no lo recupera, sino que lo olvida y lo sepulta bajo las losas. Ahora sólo queda la obsesión de los gobernantes por perdurar, por dejar su huella sobre la que ya dejaron los otros, sin importarles el resultado, sin importarles lo que se pierda en el camino, aunque tengan que pisotear la historia intentando esconder un pasado que está condenado a repetirse con sus glorias y sus miserias por mor de la ignorancia y el olvido. Ahora todo el que pase por la plaza recordará a quién ordenó su modificación, aunque ya no gobierne, aunque sean otros lo que hayan ocupado su puesto.
La plaza que conocíamos ya no existe, no volverá, queda en su lugar un desierto en que gobernarán el sol en verano y el frío en invierno, en el que el vacío y la ausencia reinarán entre las palmeras que han sobrevivido heroicas pero solitarias.
Ahora quedan bien visibles palabras como Libertad, igualdad o justicia, parece como si los que las escribieron en la fuente que antes hubo quisieran decir; No somos los que hicimos el monolito, somos diferentes, aunque olvidemos constantemente el significado de esas palabras.
Queda un espacio de oscuridad por las noches, iluminado con tristeza. Ya no están los faroles en los arcos, los han sustituido unas cuñas que iluminan el techo de los soportales, aquello que pertenece a la sombra y no necesita luz.
Queda el suelo sucio por la lluvia, quedan las baldosas que, una a una, se están partiendo en dos. Baldosas que nunca podrán soportar el peso de un escenario, de la gente misma. Queda la modernidad mal entendida, en forma de destrucción, de fealdad, de la prepotencia y la falta de relación con el pueblo que caracteriza a nuestros gobernantes.
Queda la nada.


La plaza antígua.
la que hemos conocido y disfrutado, con sus jardines.
Lo que hay ahora
Mosaico de baldosas rotas, son todas las que están pero faltan muchas de las que son.

(Pincha en las imágenes para ampliarlas.)

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